Los cinco sabios discutían. Los cinco sabios hacían como que discutían. El procedimiento era el siguiente. Cuando uno empezaba a hablar, debía hacerlo durante cinco minutos, tiempo teóricamente suficiente para puntualizar, cuando no rebatir, alguna postura anteriormente expresada así como exponer sus tesis propias, avaladas por cuantos hechos tuvieran a su alcance. En la sala, ningún reloj les indicaba cuánto llevaban hablando o cuánto les quedaba por hablar. Caídos en desgracia sus trescientos segundos, una mordaza robótica segaba su voz y nada podía escucharse por los altavoces.
Mientras esto sucedía, el resto debía calcular mentalmente y pulsar un botón cada quince segundos. Cuatro veces por minuto durante cinco, un total de veinte pulsaciones que ora se adelantaban al tiempo exacto, ora se retrasaban. La diferencia, despojada de signo cual verdad suprema carece de signo político, se iba sumando y sumando y sumando ... así veinte veces hasta arrojar una medida de cómo cada sabio lo era en medir el tiempo. Esta medida le daría, a su vez, la oportunidad de oponerse al último que hubiera hablado. Al final, cuando el minutero había dado un "voltio" completo, según la expresión de los más jóvenes, cada sabio dispondría de un turno final.
Era algo que, a algunos, a dos de ellos concretamente, les divertía; en todos los sistemas que habían probado con anterioridad habían respetado escrupulosamente los tiempos de palabra para iluminar la ignorancia del resto de respetables con la polarizada luz que escupía, a veces, sus gargantas. Tener que contar segundos en vez de atender a lo que decían los demás era no solo más cómodo sino también más divertido. Divertido porque eran los dos que mejor sabían contar segundos y, al final, los dos únicos que hablaban.
Para otros dos, sin embargo, todo aquello era exasperante. En igual posesión de la verdad pero con menor habilidad para contar segundos, se veían impotentes y contemplaban con incredulidad como el mundo quedaba ignorante debate tras debate. Algún tiempo atrás habían comenzado una cruzada para que el derecho a réplica se calculase con la respuesta de preguntas, al azar, de los más variados saberes. El primer minuto de su turno final iría invariablemente destinado a despotricar contra el injusto sistema.
Y el turno final llegó. Ni que decir tiene que los dos primeros en hablar fueron los de siempre. El primero se había desviado del conteo correcto menos de medio segundo por vez. El segundo había quedado solo a unas centésimas de diferencia. Ni que decir tiene que dijeron lo de siempre.
Tras ellos los otros dos, entre un segundo y segundo y medio de error por vez. Al igual que había ocurrido con sus previsibles compañeros, habían cometido los errores de siempre y a ellos les siguieron las jaculatorias de siempre; solo que esta vez de cuatro minutos pues el primero era el ya previamente mencionado contra el sistema.
El último fue una sorpresa, no porque fuera el último sino porque no había presionado el pulsador ni una sola vez. En vez de ello había escuchado atentamente todo cuanto decían los demás. Por ello, en cuanto tomó su palabra no vaciló en comentar:
- ¡No habéis entendido nada!
Y se marchó de la sala mientras los cuatro restantes, entre airados gestos, pedían al moderador ser ellos quienes rellenaran ese incómodo silencio.
Un saludo, Domingo.