El último en prometer es el primero en cumplir, dice el refrán y siempre he pensado que, como todos los refranes, encierra, si no una gran verdad, al menos una chiquitita.
Hay personas, irreflexivas, que no sopesan las circunstancias. Otras son solo antojadizas. Las menos, simplemente se equivocan en un análisis inicial que bien pudiera ser minucioso. En cualquier caso llegado el momento hay que hacer valer la palabra dada y no siempre es fácil. Sobre todo cuando hay dinero por medio y la palabra no se ha dado de forma taxativa sino más bien medrosa o si se encuentra uno en mitad de una negociación cuyos términos y la información con la que cuentas pueden llegar a ser cambiantes.
De niño, yo decía que intentaría que mi palabra valiera más que mi firma simplemente por una razón, la firma estás obligado a respetarla, o debieras, la palabra no tiene nada detrás que te fuerce salvo tus propias convicciones. Intento hacer memoria y la mayor parte de las veces lo he hecho, no siempre, pero sí la mayor parte. Incluso en alguna ocasión tras reflexionar acerca de si merecía la pena o no quebrantar la palabra dada, he decidido que no y me ha quedado mal sabor de boca porque en realidad debiera haberlo hecho sin duda alguna. No sé si debiera pero al menos me gustaría haberlo hecho sin duda alguna.
Un ejemplo, quizás el más claro que recuerdo, la compra del coche hace ya algunos años. Dije que sí a un coche de exposición con una cierta rebaja e iba a hacer la transferencia para la reserva cuando me llaman de otro concesionario ofreciéndome uno nuevo por prácticamente el mismo precio. Llamé porque entendía que la situación (la mía) había cambiado y debía intentar una contraoferta del concesionario. El vendedor no se lo tomó a bien, me llamó pesetero y me acusó de valorar más el dinero que mi palabra (con otras palabras pero fundamentalmente lo que me dijo fue eso). Yo, al revés que él, no perdí la compostura, me disculpé pero le dije que las circunstancias (las mías) habían cambiado y no compraba ese modelo. Al final me llamó, disculpándose por los modos (una mal día o una mala mañana, me dijo) y haciendo una contraoferta que al final acepté.
Obviando la profesionalidad del vendedor a la hora de dirigirse así a un cliente, creo que mi postura sería considerada normal por el 90% o más de las personas. Todavía dudo sobre qué le parecería a mi antiguo yo, el niño que quería que su palabra valiera más que su firma. En cualquier caso ese niño aprenderá que hay muchas cosas que aprender y que el salto del mundo de las ideas infantiles al de hechos de los mayores no se puede dar sin asumir ciertas decepciones.
En cualquier caso, independientemente de si debes hacer valer tu palabra o si consideras que hay circunstancias que cambian y tu palabra no es más que una expresión de intenciones que cambia al cambiar la información que manejas, lo que no se debe perder nunca son las formas o simplemente la educación.
Puedes estar interesado en comprar un artículo, un coche, una casa, un paquete de kleenex; puedes decir y repetir varias veces que la vas a comprar porque te ha gustado y que da igual si el precio final (todavía en negociaciones) es 5 ó es 10 ó es 200.000. Tras decirlo, repetirlo y solicitar gestiones que pudieran ser hasta económicamente no nulas, puedes arrepentirte por hache por be o por y griega neozelandesa que decían Tip y Coll, pero qué menos que telefonear, mandar un mensaje o un Whatsapp con voz o sin ella para comunicarlo y que no lo tengas que saber por terceras personas.
Pero claro, eso quizás es también, darle la razón al refrán. Un refrán que lo mismo podemos reescribir como: El primero en prometer es el primero en arrepentirse y el primero en no decir nada.
Afortunadamente, como digo siempre, se trata de mera conveniencia, no de necesidad. De haber sido por necesidad quizás me hubiera sentado peor.
Un saludo, Domingo.
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